aquella que reluce entre las otras por su fuego helado;
tras esa negativa,
cuesta llevarse a la boca la comida
y pasar el trago.
Cuesta caminar erguido por la calle
y saludar como si uno fuera.
No pensar en voz alta también cuesta.
Cuesta escuchar cierta canción inoportuna
y la que es oportuna por amor
de la desgracia común.
Cuesta que no se nos resbale de las manos
el dinero, la ilusión, el rosario…
o algún un disparo.
Cuesta percatarse de los días,
hacerle un lugar al minuto joven que ya llega.
Sobre todo cuesta acostumbrarse,
cuesta creer que Dios existe todavía,
y que tal vez así fue lo mejor.
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