domingo, 2 de agosto de 2020

"Al que no quiere caldo..."




“Al que no quiere caldo… ¡Se le dan DOS tazas!”. 

Así hablaba, con voz atronadora, el profesor H., que dictaba Matemáticas y Educación Física… Todo un renacentista, pues… 

Cursaba Cuarto de Primaria, y H. “me tenía entre ojos”, mientas que protegía a la niña que me gustaba. Desde niño se evidenciaba ya lo desbarajustado de mi brújula emocional… Esta niña le traía todos los días a H., envuelta en papel aluminio, una arepa de esmerada confección casera que enviaba su madre al carismático profesor… 

Lo cierto es que muchos querían a H., mientras que yo lo detestaba con todas mis fuerzas. Valga decir, en honor a la verdad, que pasé medio año sin hacer una sola tarea de Matemáticas, y que eso pudo contribuir a que H. proyectara sobre mí su frustración de profesor. 

Pocas veces en la vida he experimentado la sensación liberadora de que algo me valga, verdaderamente, mierda: a mis nueve años la clase de Matemáticas me dio por primera vez la oportunidad de experimentar esta sensación en todo punto acertada. La prueba está en que pasé incontables descansos haciendo esta plana —¡cincuenta veces! (castigo de la época): “Debo hacer las tareas de Matemáticas”… A todas estas, no sé por qué no me volví calígrafo… Ah, ya, por la asociación fatídica entre el castigo y la labor de escriba…



Así, pues, estaba perdiendo el año, hasta que el remordimiento me alcanzó: ¡Pobre Madre mía!… Haber traído al mundo a semejante flojo intratable y, además, cínico. Decidí reformarme al ver en los ojos de mi Madre una justa decepción, que, de no modificar el curso, sería irreparable. 

Comencé a estudiar y, con algo de esfuerzo, entendí al fin los malditos fraccionarios. Para testimonio de las naciones: se dio la transformación, quizá por alguna mediación divina (¿habrá escuchado alguien las oraciones de mi madre? ¿Existe ese "alguien"?); comencé a participar en clase; de hecho, me hice un tanto latoso, pues mantenía la mano levantada para participar y pasar al tablero; era siempre de los cinco primeros en terminar el ejercicio en clase. “¿De cuándo acá tan entusiasta de las matemáticas el vago este?”, parecían interrogar las miradas de mis compañeros, llenas de la envidia y del odio inculcados en sus santos hogares, remanso de los nobles valores colombianos… 

Llegó el día de cerrar notas. Las notas se anunciaban en el salón, públicamente; quién vive y quién muere. Yo me encontraba cerca del abismo, y no faltaba el que esperaba que me despeñara. Cuando H. llegó a mi lugar de la lista, mencionó que me “rajaba”… ¿Tiempo de buscar un método efectivo y dulcificante de suicidio infantil?... Una pausa… “Pero”… ¡Iba a tener en cuenta mi participación en clase!... La oveja descarriada había vuelto al redil ¡y ahora era salva!... No faltó —no miento— la vocecita rezongona que trató de imputar el dictamen: “Ay, pero él nunca hacía las tareas”… A esto respondió H., lacónicamente: “¿Díganme cuándo me ha fallado en un ejercicio en clase?”… "¡Cállate, asqueroso gusano, carroñero infecto!"...

Así se dio entonces mi reconciliación con H., a quien nunca volví a ver una vez finalizado ese año de reclusión escolar, y a quien tal vez un día —si aún vive— invitaré en agradecimiento un caldo servido en taza. Como acto simbólico, me tomaré dos de ellas en su presencia, y le contaré de las innumerables, de las insufribles ocasiones en que la vida se ha encargado de hacerme recordar su exasperante y, a la vez, verídico refrán.

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