miércoles, 5 de agosto de 2020

¿Por qué no está emocionado? ¡Vamos a salir en televisión!



—¡Bulliciosos!— interpelaba el payaso de televisión a su audiencia en el set. 
—¡Ra!— respondía (o creo que era lo que respondía) al unísono, en un estallido de decibeles, la audiencia en el set. 

Cuando, a mis diez años, cursaba quinto de primaria, el programa El club de los bulliciosos me gustaba lo suficiente como para verlo, pero estaba lejos de ser uno de mis preferidos. Sin embargo, desde mi lugar de televidente me parecía que los niños de la audiencia, sin duda, se divertían: ¡qué ambiente de algarabía y regocijo traía el televisor a la sala de mi casa cuando transmitían El club del los bulliciosos! Con esa gritería incluso había que bajarle el volumen. 

Incrustado en una región casi prenatal de mi inconsciente, el cántico del programa aún resuena en la cabeza del empleado que esto escribe en su único día de descanso (sí, trabajo los sábados, todos los sábados; hay, queridos amigos, queridas amigas, razones suficientes para dudar de la existencia de dios o, en caso de que exista, hay razones suficientes para dudar de que su naturaleza sea benigna): 

 ♪♫¡Somos los bulliciosos, 
sí-se-ñor, 
nosotros hacemos bulla 
de lo mejor!♪♫ 

¡Cómo se divertían esos niños allá, en el set del programa! Eso creía, hasta que mi colegio llevó una representación a El club de los bulliciosos. 

Poco recuerdo del desplazamiento del colegio al set del programa. Tal vez en el bus que nos llevaba hacia allá algunos niños expresaran enorme emoción. Tal vez. Tengo la vaga memoria de que alguno mencionó que ya había estado en el programa, y que lo hizo con escaso entusiasmo. Tal vez, en un gesto de trágica ironía, lo reconvine entonces: “¿Por qué no está emocionado? ¡Vamos a salir en televisión!”. 

Lo que sí recuerdo es que nos ubicaron lejos, aunque la disposición de la tribuna permitía ver el escenario; en especial quería ver las pruebas, incluso ser elegido para participar en alguna de ellas: deslizarse por colchonetas mojadas, correr entre neumáticos sin tropezarse, mantener el equilibrio sobre un cilindro que no paraba de girar… ¡Obtener algún premio! Yo, la mejor versión de todas mis encarnaciones atrapadas en este matadero y parque de diversiones cósmico al que fuimos arrojados sin nuestro consentimiento —gracias, queridos progenitores—, lo lograría en un impresionante despliegue de mis facultades atléticas y gimnásticas (en mi colegio no dictaban ni atletismo ni gimnasia; la clase de educación física consistía únicamente en trotar en círculos por un potrero aledaño para que los convictos liberáramos un poco de la típica energía asesina del niño tras los barrotes). 

Apareció el payaso/conductor del programa. Sentí una ligera emoción, un “¡es el de la televisión!”, pero, definitivamente, la entrada en vivo del payaso palideció bastante al contrastarla con aquella que me daba el televisor.

—¡Bulliciosos!— interpeló el payaso. 
—¡Ra!— respondió la audiencia del set, ahora yo entre esa audiencia, al unísono, en un estallido de decibeles. 

A los primeros llamados del payaso/conductor del programa respondí entusiasmado; podía entender la mecánica del programa… Pero pronto me sentí agotado y aturdido. Llegado un punto, ya no sabía ni por qué gritaba ni para quién; en realidad, ya no quería gritar, ya no quería ser un “bullicioso”. 

Y es aquí cuando aparece… 

La señorita coordinadora

La señorita coordinadora era una desconocida que trabajaba en el programa y cuya deplorable labor consistía en presionar a los niños para que gritaran a su comando durante cuarenta, setenta, noventa minutos. 

Pasado un rato sin que yo gritara, de repente sentí que alguien me tomaba del brazo y me sacudía: era la señorita coordinadora. “Tiene que gritar”, me ordenó, mientras me seguía sacudiendo en gesto pasivo-agresivo… 

¡Vaya desgarramiento de uno de los velos de mi ilusión infantil! La diversión que se veía y se escuchaba a través de mi televisor cuando transmitían El club de los bulliciosos ¡no era espontánea! No lo era… Aunque parezca anacrónico o revisionista, recuerdo con claridad que tuve la sensación de que no estaba bien que una aparecida me diera órdenes con “refuerzo físico”; con tal sensación, le dirigí una mirada de descontento, por decir lo menos. A partir de ese momento la coordinadora, puedo decirlo con certeza, no me volvió, como se dice, a zarandear. 

Lo cierto es que mi ánimo terminó de decaer ante un pensamiento que entonces me llegó, y que bien podría representarse así: “Se suponía que, al menos de momento, no estábamos en el presidio. Se suponía que nos trajeron a divertirnos”. Acababa de desengañarme para siempre: el poder disciplinario, con el cuerpo en el centro del campo de batalla, operaría dondequiera que fuera. 

A esta altura, la energía me abandonó; como sentía calor y sed comencé a pasarme la mano por la frente y la cabeza en un intento por descongestionarme. Al final terminé por encerrarme en mí mismo. Desde allí escuchaba, a lo lejos, el palpitante bullicio; de cuando en cuando, el compañero de al lado me empujaba con el codo: “Grite, grite”… 

Había logrado sustraerme lo suficiente como para esperar el final sin gritar más, “pasar de agache”, pero la coordinadora aún tenía un as bajo la manga: 

“Al que no grite no se le da refrigerio”… 

Esa amenaza de campo de concentración bastó para que me viera obligado a jugarme mis últimos restos, de modo que tuve que seguir gritando a discreción, y tuve que hacerlo hasta el último minuto de la grabación. Espero que se entienda qué significaba esa amenaza para un niño en esa situación… ¡Nos habían tocado en la comida! ¡En la comida, después de tan ardua jornada de labores! 

¿Es necesario agregar que volví a casa completamente decepcionado? 

Con todo, y en vista de que la rueda ya había dado su giro, y en vista de que la televisión era en ese entonces la indiscutible reina, quise verme después en televisión. 

El programa avanzaba, avanzaba, pero nada. Hasta que en un paneo aparecí… 

“Todo rojo, despeinado y con cara de aburrido”, editorializó mi madre. 

La mano del presidio es larga, muy larga: ahora soy empleado; si no cumplo, no hay quincena… 

Pero sé que algún día seré libre. 

0 comentarios:

Publicar un comentario

Con la tecnología de Blogger.

Seguidores