domingo, 2 de agosto de 2020

La "feria" escolar


Un "chino" juega ping-pong

Tendría quizá once años. La Dirección General de la unidad penitenciaria había tenido a bien permitir que los reclusos organizaran una feria de toda la sección de Bachillerato, claro está, bajo la tutela de sus guardias.

La feria se distribuyó en salas: Ciencia, Artes y Juegos. Las "atracciones" eran todas rudimentarias, en Ciencias nada funcionaba, tal vez había uno que otro dibujo llamativo en Artes... 

Pero en medio de la sala de juegos, ah, casi podría decirse que resplandecía, con luz celestial, una mesa de ping-pong... Por la época, muchos reclusos solían evadirse a las salas de ping-pong, que por entonces florecieron en el sector, y así defraudar a sus amorosos padres que los llevaban al presidio para deshacerse de ellos. 

La mesa de ping-pong tenía, por tanto, un encanto adicional a los inherentes al juego: era el encanto de lo prohibido. ¡Poder incurrir en la misma práctica subversiva que los héroes vagos del colegio!... 

La fila que se formó para acceder a la mesa de ping-pong se extendía tan larga como mi expectativa. Jamás había jugado ping-pong, pero, en mi representación infantil, mientras veía pasar las estaciones y mi vida en la fila, me imaginaba como un maestro chino de tennis de mesa. Si uno vencía a su oponente, podía continuar jugando; de lo contrario, era retirado como basura por los guardianes auxiliares de grado once, que rapaban la raqueta al perdedor y lo desplazaban con la tosquedad que brinda un mínimo de "autoridad", ratificando con ello la validez del experimento de Standford*: "¡Ya, quite, muévase!"...




Ah, no, pero eso no ocurriría conmigo: ¡yo vencería!... 

La fila avanzaba lentamente. Lentamente. Len-ta-men-te... 

Llegó mi turno. Ni siquiera sabía cómo tomar la raqueta... Ni siquiera me dejaron servir... Del otro lado, un estudiante de décimo ―de seguro asiduo visitante de las salas prohibidas de ping-pong― me lanzó, sin mediar palabra, tres servicios que me fulminaron... "Pero déjeme yo saco", alcancé a reclamar, creo. "Ya. Sigue otro", me respondió alguno de los guardias auxiliares mientras me retiraba. ¿¡Ya!?... 

Y fue así como "jugué" ping-pong dentro de esta máquina de producción de frustración en serie montada por mis propios compañeros de presidio, supongo que para cumplir alguna meta implícita; algunos de ellos, recuerdo, no se tomaban la molestia de disimular un esbozo de sádica sonrisa cómplice cuando nos tiraban al sector de los desechos procesados, especialmente a los más pequeños. El montaje, con todo, fue perfecto, pues ninguno de nosotros pudo alegar que se nos hubiera negado la "oportunidad" de “disfrutar” del juego...

Algo así (es lo más cercano en memes)

No sé al día de hoy cómo habrá sido el "balance" de la feria presentado por la Dirección penitenciaria, pero de seguro se dio parte de "éxito". De haberla vivido hoy, saldría en una foto sosteniendo torpemente la raqueta, acompañado de una leyenda por este corte: "Diversión sin límites para nuestro personal en la mesa de ping-pong de la exitosa feria".

El experimento de la cárcel de Stanford es un conocido estudio psicológico acerca de la influencia de un ambiente extremo, la vida en prisión, en las conductas desarrolladas por el hombre, dependiente de los roles sociales que desarrollaban (cautivo, guardia). Fue llevado a cabo en 1971 por un equipo de investigadores liderado por Philip Zimbardo de la Universidad de Stanford. Se reclutaron voluntarios que desempeñarían los roles de guardias y prisioneros en una prisión ficticia. Sin embargo, el experimento se les fue pronto de las manos y se canceló en la primera semana.

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